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por Juan Eduardo Tesone
El virus covid 19, más allá del razonable temor que pueda inspirar y que debería llevar a una prevención responsable, ha provocado ciertas reflexiones que nos dejan perplejos. En primer lugar su llamativa denominación donde hicieron lugar a casi eco, que hace pensar a la ecología y al fracaso del acuerdo sobre el clima, donde algunos países, incluido USA, rechazaron de plano firmar dicho acuerdo sobre la disminución de gases que envenena el planeta y que cuestiona hasta la sobrevida misma de los seres vivientes desafiando las leyes de la naturaleza. La muerte dejó de ser una pregunta existencial subjetiva para convertirse en una perplejidad social sobre la sobrevida del ser humano en este planeta. Desde la aparición del corona virus, este rey de los virus, ha permitido, mediante actividad industrial limitada en China y en USA, la disminución de la liberación de CO2 en el planeta y hasta la aparición de cisnes en Venecia. Lo que no pudo la Convención sobre el clima pudo el virus: paradójicamente co-vida…
Ante este virus viralizado, que no respeta fronteras, más allá del desesperado e incuestionable intento de ponerle una barrera geográfica cerrando las mismas, ha demostrado que el mundo actual es una aldea global y que estamos todos en el mismo crucero, buscando puerto dónde atracar. El mundo all-inclusive…incluida la pretendida desterrada muerte, ilusión impulsada por una ciencia positivista que se piensa a sí misma omnipotente.
Somos todos iguales ante el virus, más allá de la prevalencia de los mayores de 65 años, de por sí frágiles ante cualquier riesgo sanitario. El virus ataca a casi todos los adultos por igual, irrespetuosamente o democráticamente, según se evalúe. Aunque huelga decirlo, no seamos todos iguales ante desfallecientes sistemas sanitarios, más allá que el privado, en nuestro país, simule ser más eficiente.
Paradojalidad de la pandemia, a diferencia del diluvio universal, no pone en riesgo a los animales. Noé se hubiera ahorrado de embarcarlos. Pero si hubiera tenido que respetar el metro de distancia entre humanos hubiera estado en las mismas dificultades que en los cruceros, en el subte o en los colectivos.
El famoso Brexit, o el muro entre la USA y México, no protegen de la virosis, que deambula libremente, haciendo caso omiso de la insularidad, de las fronteras geográficas y de los regímenes políticos. Migraciones, una ridícula burocracia para el virus, que se complace en no necesitar sellos de entrada o salida. Aún menos de impresiones digitales, es más, se nutre de aquellas que exigía Migraciones antes que se cerraran las fronteras. Con su destructor genoma le basta. Imprime sus huellas en el intersticio de las vías respiratorias quitándole aire a un alicaído ser humano, que toma conciencia de su fragilidad, que no hay ciencia ni estado que pueda asegurarle protección infalible respecto de las incertidumbres que padece, en humildad, todo ser humano.
Durante la construcción de la Torre de Babel, Dios cuestiona la soberbia de los hombres que pretendían alcanzar el cielo. Crea varias lenguas para que no pudieran entenderse y por ende generó un caos. El coronavirus cuestiona la soberbia de la ciencia positivista, que pretende tener respuesta a todos los problemas humanos, sin considerar la incertidumbre, la fragilidad humana y el caos inherente a nuestra condición.
El medioevo no está tan lejos, la noción de progreso es legítima cuestionarla. Es como si frente a la proximidad de la muerte, el ser humano pretendiera alejar a la Parca, diciéndole ingenuamente que no se atreva. Que la ciencia y el poder económico lograrán hacer del ser humano un ser omnipotente y eterno. O en todo caso que se lleve a aquellos que no forman parte del aparato productivo o no tienen capacidad de consumo.
Algunos gobernantes, desde su narcisismo omnipotente, o peor, desde su cinismo, no toman medidas aislacionistas banalizando el impacto humano y las muertes en nombre de la palabra omnisciente: el mercado. Más allá del cuestionamiento ético de tales decisiones, es desconocer el “costo” económico de muchas muertes. A menos que especulen con una disminución de la población mundial, en particular los jubilados, cuyos sistemas de retribución están en crisis en todo el mundo.
Sería altamente irresponsable, rayano en el genocidio, no luchar responsablemente para evitar la difusión del virus, y ayudar económicamente a aquellos que más padecen la penuria de quedarse sin ingreso. En ese sentido es loable la acción de aquellos estados, que elaboran las políticas públicas de salud y en particular la responsabilidad social de cada ciudadano. Pero a su vez el combate no puede ser obra de países aislados sino una lucha regional, o incluso universal.
Esta inédita pandemia debería posicionarnos de manera más humilde en este planeta y aprender de una vez por todas a cuidarlo, a modificar la lógica de la producción sin cuidado del medio ambiente y de la salud de la población, a relativizar la omnipotencia del ser humano, que proyecta en la ciencia un saber del que no dispone ni dispondrá, dado que los problemas cambian y se reproducen, lo mismo que se reproducen y mutan los virus. La sola constante a través de los siglos es la condición de fragilidad del ser humano, su desamparo frente a la enfermedad y la muerte. El virus, una nano partícula en busca de un huésped humano, desafía a los supuestos gigantes de algunos estados, que no soportan confrontarse con la pequeñez humana. Una herida insoportable para aquellos habituados a ejercer un poder que ahora se les escapa y que no logran solucionar con la lógica del mercado de todo comprar.
Cuando se vea la luz de este túnel impredecible, es probable (al menos deseable) que esta catástrofe cambie varios paradigmas de cómo viene funcionando el planeta: La producción desenfrenada, el consumismo, la brecha infranqueable entre muy ricos y muy pobres, la prepotencia de las potencias económicas y guerreras. Deberán darse cuenta que de esa manera nos llevan vertiginosamente a la destrucción de la humanidad. Ser pobre será siempre una desventaja, pero ser rico no será necesariamente una ventaja en la medida que estamos todos embarcados en el Titanic, llamativo nombre para algo tan poco titánico.
Si bien es obviamente legítimo el deseo de cada uno de estar vivo, en el mejor de los casos de manera creativa y solidaria; el virus nos advierte sobre la toma de conciencia del riesgo de contagiarse de un otro. Pero simultáneamente este virus inteligente nos obliga a tomar consciencia que cada uno depende de cada otro para una prevención responsable que logre cuidarse a sí mismo y al otro. No somos sin el otro, el ser humano nace en el desamparo y es el ser viviente que necesita mayor tiempo de un otro para sobrevivir. Y este desamparo nos acompaña toda la vida. No nos podemos proteger individualmente, en este caso del virus, pero extendamos este concepto a muchos fenómenos sociales. Nadie subsiste individualmente más allá de los medios que disponga. Sin la solidaridad responsable que implica que cuidarse a sí mismo no es posible si no cuidamos simultáneamente al otro. Cada uno, de acuerdo a sus valores, lo resolverá como un problema ético o pragmático. No hay política sanitaria de estado eficaz, pero tampoco social en un sentido más amplio, sin la responsabilidad a la vez individual de cada ciudadano y colectiva en mutua interacción con la regulación del estado. Y dado que de solidaridad se trata, destaco y rindo homenaje a todo el personal sanitario que está luchando en la trinchera para protegernos de esta pandemia, como a todos aquellos que ocupando lugares que son esenciales a la sobrevida de una población asumen su trabajo exponiéndose en mayor grado a la carga viral que circula.
Juan Eduardo Tesone. Médico psiquiatra de la Universidad de París XII, Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Argentina y de la Sociedad Psicoanalítica de París.