Por Fernando Orduz
Psicoanalista de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. SOCOLPSI
Mi nación se engalana frente al espejo de los ideales democráticos con la convicción de haber sostenido sin fractura el orden inmaculado de dicho sistema desde hace 65 años.
En ocasiones, los conceptos sirven de pantallas encubridoras que no permiten observar lo que se moviliza tras la superficie maquillada. Bajo el manto de la denominada democracia más vieja del continente, se encubre una dinámica social basada en un feroz fratricidio que no cesa en su horripilante derramamiento de sangre. Durante estas décadas democráticas, el genocidio acabó con la vida de aproximadamente 200 mil civiles, 70 mil siguen registrados como desaparecidos, cerca de 40 mil ciudadanos estuvieron secuestrados, 15 mil fueron víctimas de violencia sexual, 4000 inocentes víctimas de las minas antipersonales, 8 millones se desplazaron dentro del territorio.
Al interior de esta bella democracia cada quien se siente representante de la ley y, en nombre de la verdad con la que cada ciudadano se identifica, impartimos justicia por mano y arma propias; porque la representante de Temis en nuestro territorio es ciega, sorda, muda y tetrapléjica. Al contrario de los prepotentes representantes de Ares, que orgullosamente ostentan sus símbolos fálicos, ya que solo con su fuego hemos podido salvar la democracia.
El que habita en la otra orilla de nuestros ideales es visto como un bárbaro violento que desconoce el lenguaje democrático tan solo encarnado por el “nosotros”. El bruto siempre será el otro, el que no es mi semejante.
Pero ojalá se tratara de la otra orilla. La arquitectura social de nuestro estado democrático ha dividido al país en seis estratos: el de la plebe, llena de indios resentidos y negros vagos, se estigmatiza con el número 1; de ahí en adelante ascendemos hasta llegar al vértice de la pirámide marcado con el número 6, el de la gente bien, usualmente de pálida tez. La desigualdad social está formalizada y creó fronteras visibles e invisibles.
Cada cuatro años la fiesta democrática -como se le denomina en mi país al ritual de elegir al Mesías de turno- opera como fetiche encubridor, que nos impide ver la polimorfa perversa poliarquía de pequeñas elites o mafias, que sólo buscan solventar el apetito de poder de sus intereses monetarios. Si a los indicadores de la economía les va bien eso quiere decir que a nuestra democracia le va igual.
Si el autócrata elegido refleja nuestros ideales, lo alabamos; si no, lo denostamos.-