Notas sobre el trauma y la exclusión. Su impacto en la subjetividad
Marcelo N. Viñar[1]
La noción de trauma ha adquirido tal extensión y amplitud, en la diversidad de sus causas como en la magnitud o intensidad de sus efectos, que se vuelve necesario reconocer su heterogeneidad, para restituirle precisión y evitar que se vuelva un comodín que transforma la problemática a pensar en una Torre de Babel.
Es bien sabido que su uso en Medicina no es el mismo que en Psicoanálisis. Mientras que en medicina se trata de reparar el daño actual y todo gira en la adecuación o proporcionalidad entre causas y efectos, en nuestro oficio, la acción apres coup y la resignificación –se suele decir la resimbolización del trauma- configuran lo central del problema; es decir es una reparación o cicatrización de largo aliento, que incluso tiñe la transmisión entre generaciones.
El tema de la seducción originaria y del shock sexual primario (cuya conceptualización ocupó a Freud largo tiempo y a sus sucesores hasta el presente), tiene una relación distante con el horror de los campos, del genocidio y la tortura, que ha sido y sigue siendo una obsesión de la actualidad. Tampoco tiene las mismas coordenadas de análisis el trauma, que se tramita en la intimidad del incesto que el que se desarrolla en la esfera pública y masiva de la violencia política; el que es producto de catástrofes naturales y el que es resultado de acciones humanas inicuas (crueles) concebidas de manera lúcida y metódica. El tema es pues, de una vastedad que compele a fragmentarlo en capítulos o temas abarcables, por un enfoque que pueda tomar cierta congruencia.
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Me propongo abordar los efectos inmediatos del trauma extremo y conjeturar sobre sus efectos a largo plazo, en lo que concierne a la violencia política (tortura y desaparición, guerra y genocidio), y también al genocidio frío de la marginación y exclusión que caracteriza la organización productiva y societaria en varios países de América Latina, quizás como reliquia actual de aquella mentalidad colonial teñida de una supuesta superioridad étnica de los blancos de origen europeo, frente a la población autóctona.
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Para comenzar y con el debido respeto y reconocimiento a las instituciones convocantes y sin querer centrar el problema en una querella de nominaciones, en una guerra nominalista, necesito expresar mi discrepancia con las nociones de Neurosis Traumática, P.T.S.S. (Post Traumatic Stress Syndrome) y de Resiliencia. Las primeras han medicalizado el problema y promovido una taxonomía de síntomas y síndromes, que al enfatizar los efectos sobre el cuerpo dañado, subrayan lo accesorio y distraen sobre lo esencial: esto es el efecto desvastador sobre la estructura psíquica del afectado y de su entorno, en la actualidad candente y en el largo plazo de la transmisión intergeneracional.
La más reciente noción de Resiliencia se inspira de la física, la capacidad por ejemplo de un elástico o de un resorte, después de ser sometido a condiciones extremas, se mide su aptitud a perder o recuperar sus condiciones originarias de textura y resistencia. Se extrapola de este hecho la capacidad de regeneración psíquica a continuación de condiciones de violencia extremas. Esta noción tiene la virtud de combatir la pendiente victimológica de daño y denunciar el beneficio secundario de los síntomas. Apunta a abrir un desenlace creativo en vez de la minusvalía que ordinariamente se atribuye a la secuela, pero comporta una vocación normalizante que nos parece errónea y hasta nociva.
Sería absurdo paralizarse en una guerra de nombres. De lo que se trata es de resistir a la medicalización del problema y contribuir a la ficción de una sociedad de afectados e indemnes. Intentamos posicionarnos de otro modo, en otra lógica. Nos colocamos en la perspectiva enfatizando o subrayando una noción de marca o de inscripción, dañina y/o saludable y sobre todo postulando que como consecuencia de un macro traumatismo todo lo que somos queda teñido, de un modo evidente u oculto, o subrepticio, por la experiencia traumática que tuvo lugar, tanto en el padecimiento como en la actividad sublimatoria y creativa. La divergencia en el posicionamiento inicial es radical y tiene pesadas consecuencias en las metas de un proceso terapéutico y en el énfasis de los itinerarios a recorrer. No es lo mismo pensar en términos de neurosis traumática que de marca e inscripción, y esto evidentemente tiene consecuencias en los desarrollos y comprensión que de allí derivamos.
De consiguiente la querella no es terminológica sino doctrinaria. Una enfatiza el daño, la cicatrización o la indemnidad del cuerpo y del alma (del soma y del aparato psíquico) Su vocación es inscribirse en el discurso médico o psicopatológico. Nuestro posicionamiento enfatiza la inscripción en la cultura y en la historia. El cambio terminológico también apunta a un cambio de valoración, a no considerarlo unívocamente como despojo o infamia, sino como violencia capaz de
revertir su dimensión dañina y nutrir un destino de creatividad.[2]
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Pensamos que el efecto de normalización que busca la resiliencia, como la acción catártica abreactiva con que trabaja el modelo P.T.S.S, eluden una dimensión esencial del problema. Es cierto que la catarsis, como recreación del momento traumático, no es sólo una repetición alucinatoria, sino que el testigo (un ser humano auxiliador y coparticipante) es algo nuevo e inédito. Pero lograr este espacio relacional íntimo es un punto de partida, no de culminación. Los testigos –en singular y plural- son decisivos. Para que el Narrador asuma la transmisión de su experiencia. No hay narrador sin oyente, ni humanidad sin narración. Estamos hechos de palabras tanto como de carne. Es en ese espacio íntimo donde se genera la producción de psiquismo, andariveles e itinerarios donde se construyen amores y soledades.
Pero las figuras del mal (la tortura, desaparición, guerra, genocidio) no generan experiencia ni enseñanza, sino vacío representacional. La experiencia catastrófica es un agujero en la continuidad representacional inherente a la vida psíquica. El horror y el dolor extremo no generan experiencia sino espanto, no genera representaciones y relato sino vacío representacional y por consiguiente lo ocurrido es difícilmente transmisible y compartible. La palabra catártica se vuelve robotizada y configura una parodia, un simulacro de su valor de intercambio entre humanos. No hay proceso de (interiorización – subjetivación) de la experiencia. Los soldados venían mudos de las trincheras de Verdún, nos enseñó W. Benjamín. Volver representable, es decir transmisible, aquello que suprimió las condiciones de representabilidad, de producción de relato compartible, es ardua tarea. No es lo mismo la mostración compulsiva de una palabra catártica que el insichgehen (entrar en si), movimiento de interiorización, de examen de si mismo, y autorreflexión. Es este movimiento que da espesor al acontecer, significándolo, creando una alternancia entre la experiencia transitiva y la reflexiva, o de reinstalar la diferencia entre pensamiento y alucinación. Y es esta alternancia la que se interrumpe en la experiencia del horror.
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Tal vez sea más simple y elocuente apoyar este debate con palabras de un anónimo sobreviviente del campo: “Quien nunca estuvo en Auschwitz nunca terminará de entrar, el que sí estuvo, nunca terminará de salir…” El mundo concentracionario -como paradigma del horror-, no es procesable como memoria, es dolor insoportable y siempre actual. Como dice Semprun, “algo de sí siempre queda allá, aunque otra parte siempre pueda seguir amando, odiando, trabajando, empeñándose en proyectos o enfureciéndose”. Este profundo clivaje es propio del traumatismo extremo y su equilibrio o perpetua elaboración será el núcleo de preocupación del desarrollo de este texto.
“El que nunca estuvo en el universo concentracionario jamás terminará de entrar el que estuvo jamás de salir” ¿Cómo pensar el abismo de los universos simbólicos que separan uno y otro; al parecer de manera definitiva e irreductible? Esta sentencia se
me pegó como sanguijuela (o garrapata), se me impuso como asedio psíquico y como enigma a descifrar. Un colega alemán, Hans Stoffels escribe que al Dante, después de escribir su “Divina Comedia”, los habitantes de Verona lo evitaban porque había visitado el infierno.
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¿Cómo concebir entonces, la especificidad de la memoria del terror? La experiencia del espanto, como dijimos, no genera enseñanza ni experiencia sino vacío representacional. El dolor originario del trauma se reitera alucinatoriamente y son lentos los recursos psíquicos para hacer que ese animal furioso que es la alucinación, se vuelva metabolizable; y se logre, no digo domesticarlo, pero al menos hacerla menos quemante, y que en lugar de la sideración del sujeto pueda dar lugar a representaciones psíquicas que adquieran significancia para el portador afectado.
Sabemos que las palabras aluden y representan a los hechos, a veces en proximidad y otras a una distancia inexorable. Yo puedo decir “Estoy enamorado” o “Estoy horrorizado”, o más puntualmente “anoche hice el amor, o tuve un orgasmo”, y puedo dotar a estas afirmaciones de la máxima trivialización, o, al contrario, encenderme de emoción. En otros términos, de estas experiencias podemos hacer una palabra plena o una palabra hueca. Del espacio de intimidad propio de la simbolización, no se dispone como dato inicial originario, como disponemos del aire que respiramos y de la luz y los colores para poder ver, sino que es un registro que se construye trabajosamente y se consigue aleatoriamente. Que se logra construir o se fracasa. Es la distancia entre la comunicación ordinaria y la poética. Para poder hablarse, siempre se necesitan dos, aunque el otro sea uno mismo y esa tensión entre experiencia inmediata y pensamiento, es imprescindible. Pero si la distancia entre el hecho experiencial y su representación es siempre problemática, esta dificultad se multiplica de modo exponencial en las zonas extremas del placer y del horror. El lenguaje no es la verdad, dice Paul Auster, pero es nuestra manera de residir en el mundo. Y aún cuando el pathos habite y hasta inunde las palabras, todavía es menester distinguir entre el afecto catártico de la palabra evacuativa y diferenciarla de la dura experiencia interior de la palabra que expresa el dolor psíquico. Llegar a este punto es árido y arduo –tal vez es la parte más larga y tediosa de un proceso terapéutico- pero este no es un punto de llegada sino apenas de partida. Es allí donde cesan los carriles alucinatorios de la repetición traumática, esa sideración de la experiencia que no puede ligar ni expulsar el espanto y se paraliza en el terror. Lo que algún autor llama colapso en la transicionalidad entre alucinación y pensamiento, que brota como la arista más visible de la llamada Neurosis Traumática o de guerra). Otra vez con palabras de Semprum: “Es necesario que aparezca un yo de la narración que se haya alimentado de mi vivencia pero que la supere, que sea capaz de insertar en ella lo vivido y lo imaginario, la ficción, y por consiguiente la ilusión. Una ficción que fuera tan ilustrativa como la verdad, que contribuyera a que la verdad fuese verosímil y no
siderante”
Nada de lo que proponemos se parece a la cicatrización del P.T.S.S. o a la normalización psíquica a que apunta la resiliencia. Se trata de reconocer en el trauma masivo de la barbarie totalitaria, no sólo los daños corporales que la medicina debe reconocer y tratar, no sólo de la sintomatología psíquica, que la medicina integral o psiquiátrica puede contribuir a atenuar; sino centrar el registro allí donde el ser humano es un ser hablante. Y su condición de ser político –como se sabe desde Aristóteles- no es un atributo adjetivo sino una condición constitutiva de su humanidad. Esta utopía es tan inalcanzable como imprescindible, irrenunciable. Sin ella, la solidaridad lúcida y conciente cae fatalmente en el tobogán del asistencialismo altruista y reinstala en el par terapéutico la dicotomía del enfermo y el indemne. Y en este mundo de injusticia, ¿quién está exento de ser víctima, victimario, o cómplice de violencia política? Por eso es necesario mantener esa utopía como referente: quien está enfermo es el lazo social, no la víctima. Cuando el trauma de la violencia política reasume su verdadero estatuto, el de acto político y no el de enfermedad, entonces el proceso terapéutico será interminable, tan largo como la historia de la humanidad. “Yo no soy un enfermo, sino expresión de mi tiempo” decía Hans Mayer luego Jean Améry en “Más allá del crimen y el castigo” (“Au delà du crime et du châtiment”).
Ustedes recordarán la pesadilla recurrente de Primo Levi en el KZ: Soñaba el reencuentro con sus seres queridos y en medio de la narración de sus penurias, aquellos se alejaban fríos e indiferentes… De la tortura “nadie quiere saber, nadie puede creer”, martillaba M. de Certeau, y la ajenidad incrédula redobla la intensidad patógena del traumatismo. La empatía del testigo implicado es decisiva en la recuperación del afectado.
Las madres y abuelas de los desaparecidos, las Locas de la Plaza de Mayo[3], con su deambular silencioso con la efigie de sus hijos, socializando duelos, penas y dolores, cambiaron el curso de la historia de nuestro continente con su combate insobornable por la memoria. A la memoria oficial de celebración patriótica que imponían las dictaduras, fueron tejiendo, paso a paso, el lazo social desgarrado por la tiranía. No son años sino décadas de trabajo y esfuerzo, el tiempo que insume revertir el mandato de silencio, la proscripción de memoria en prescripción de memoria. Unfinishable business, (asunto interminable), es el título de un poema alusivo que Primo Levi escribió poco antes de su muerte. Así ha ocurrido con el genocidio armenio, con la Shoah, con las desapariciones en América Latina, confirmando que se requieren tres generaciones para construir y modelar la humanidad de un ser humano.
Sabemos que el terror enmudece y encierra a la víctima en su dolor y en su silencio[4].
Esto ocurre en el horror caliente de la guerra y el genocidio o la tortura, o en el horror gélido de la marginación y la exclusión, que privan al sujeto de su derecho a tener derechos. La curación, que en medicina es el silencio de los órganos, es en el trauma el retorno de la víctima a su condición de sujeto, a su condición de ser hablante (parlêtre) y ciudadano. Recorrer palmo a palmo el camino de la reparación siempre es un camino singular y es diferente, pero siempre pasa por rescatar la palabra y restituir una memoria apta a configurar un presente y proyectar un porvenir.
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“La multitud de aquellos que no han vivido suficientemente… « La foule de ceux qui n’ont pas vécu assez… » No es una llorona lo que les hace falta sino un augur, (un adivino) « Ce n’est pas une pleureuse qu’il leur faut c’est un devin »
« Il leur faut un Oedipe que leur explique son propre énigme dont ils n’ont pas les sens » Les hace falta un Edipo que les explique sus propios enigmas, de cuyo sentido no disponen. « Il faut entendre des mots qui ne furent jamais dites, qui restèrent au fond des cœurs (fouillez le votre, ils y sont) Il faut faire parler les silences de l’histoire ». Es necesario escuchar las palabras que jamás fueron dichas, que quedaron en el fondo de los corazones (hurguen el vuestro, allí las encontrarán), es necesario hacer hablar los silencios de la historia.”
Traigo en exergo esta cita para evitar la sospecha de un sectarismo psicoanalítico, aclaro que ningún gran psicoanalista la pronunció, sino que fue Jean Michelet en su Journal del 30 de janvier de 1842[5]. Para una humanidad capturada en la jactancia del progreso civilizatorio, la fecha resulta estremecedora y pionera de la palabra creadora como factor terapéutico.
Escojo esta cita pronunciada hace más de un siglo y medio, porque va en la dirección pertinente y precisa de desmedicalizar el problema del trauma masivo, de tender un puente en el abismo aparentemente infranqueable entre los universos simbólicos de quienes han vivido y no han vivido el horror de la experiencia concentracionaria o del genocidio frío y a veces imperceptible de la exclusión, que tantas veces tratamos con el recurso de la “distracción cortés”. Escojo esta cita porque apunta a romper la dicotomía falaz de que hay afectados e indemnes de esta noxa inexorable y temible que la civilización sigue produciendo, -como argumenta Z. Bauman en sus “Wasted Lifes” (Vidas desperdiciadas) y en “Modernidad y Holocausto”.
Escojo esa cita porque apunta, reitero, a establecer un espacio humano -compartido y coloquial- donde había ajenidad y desconocimiento (incluyo a la medicalización como apuntando en esa dirección), y porque sitúa o reubica el trauma masivo en dos ejes esenciales: La condición hablante del ser humano y su imperativo de transmisión entre generaciones. Estamos convencidos de que, más aquí y más allá del trauma, son imprescindibles al menos tres generaciones para construir y modelar el perfil de un ser humano, Que nuestro nacimiento no es sólo producto de la unión de un óvulo y un espermatozoide, ni la dotación genética que le es inherente, sino que somos herederos y mensajeros o portavoces del deseo parental y de sus prohibiciones, sean estos explícitos o inconscientes, y es a través de ellos que llegan las claves y mandatos del lenguaje y la cultura. O por decirlo con palabras de Marc Auge en “Antropología de la vida cotidiana”: “El par naturaleza – cultura es indisoluble en la condición humana y coextensiva a su condición de hablante. No hay dicotomía entre el hombre individual y el hombre cultural. La identidad individual es en y por la relación con otros hombres. La relación con el otro puede ser de exterioridad, (el otro como distante y externo) o de proximidad participante (empatía e interioridad).”
La observación panóptica reificante o el establecimiento de un campo dialógico son las alternativas opuestas donde se juega un encuentro o un desencuentro entre seres humanos. La comprensión de los efectos y consecuencias del trauma y la exclusión sólo son un capítulo, (relevante y crucial, sin duda) de esta lógica en la génesis de la condición humana que nuestra clínica a veces desconoce. Sólo nos humanizamos a través de pertenencias y lealtades conflictuales con nuestros ancestros y contemporáneos, al interior de una lengua y una cultura, en continuidad o ruptura con la tradición, tramitando dolores y alegrías de nuestros ascendientes y constituyendo un espacio propio que iremos trasmitiendo a nuestros descendientes. Como lúcidamente postula H. Arendt, “hay que abandonar la noción de Identidad humana como mismidad autoreferida: La humanidad de los hombres sólo hace relieve en el marco de copertenencia al mundo de otros hombres”
Dice Imre Kertesz:
“El historiador francés Renan, gran experto en la cuestión, señala que ni la raza ni la lengua determinan una nación; los hombres perciben en su corazón que sus pensamientos y sentimientos son afines, como lo son sus recuerdos e ilusiones. Yo, sin embargo, me di cuenta muy temprano que recordaba todo de otra manera y que mis ilusiones se distinguían asimismo de aquello que la patria exigía de mí. Esta diferencia considerada vergonzosa ardía en mí como un secreto y me excluía del altisonante consenso a mí alrededor, del mundo unánime de los hombres. Cargaba mi yo con un sentimiento de culpa y con una sensación de conciencia escindida hasta que –mucho más tarde- me percaté de que no era una enfermedad, sino más bien salud, y que
cualquier pérdida quedaba recompensada por la lucidez y la ganancia espiritual. Vivir con un sentimiento de desamparo: hoy en día, es probablemente el estado moral en que, resistiendo, podemos ser fieles a nuestra época”.[6]
Como decía Freud: “los escritores saben más que los psicoanalistas”, y la cita del premio Nobel de Literatura, podría escribirse como el objetivo de un proceso terapéutico.
Es en estas coordenadas –y no en la disyuntiva entre el silencio o la estridencia de los síntomas- que se juega el proceso elaborativo de trauma y la exclusión, que no son enfermedades del aparato psíquico de un individuo, sino enfermedades del lazo social. Porque no es lo mismo transitar y tramitar el legado jubiloso con que se supone la especie humana acoge y prodiga a sus retoños; que ser heredero del oprobio, la humillación y la vergüenza de los ascendientes mancillados.
Hace ya un siglo, en Tótem y Tabú, Freud anotaba que ningún acto significativo de una generación, más aún si es infamante u oprobioso, podía ser ocultada a la siguiente. La intimidad familiar es la caja de resonancia que amplifica la peripecia del dolor interior del traumatizado. El asedio recurrente de un origen vergonzoso y humillante transita sin fin a lo largo de las generaciones, como apuntaba sagazmente Michelet, hace siglo y medio. La noble tarea de nuestras instituciones solidarias y de nuestros consultorios, siendo necesaria no es suficiente. No se trata del uso mediático de la tortura y del genocidio como espectáculo del horror, conmovedor pero espectáculo al fin, se trata de vencer el escándalo y la repugnancia que nos da el devolver a la luz, a la escena pública, una de las facetas más abyectas de la que nuestra especie es capaz. Es que lo que llamamos progreso civilizatorio se desplaza a veces en la dirección de un retorno a la barbarie. La comunidad concernida, no sólo como espectador indiferente sino como testigo comprometido o cómplice por omisión, es el polo que triangula la tarea de reparación, que no sólo nos concierne como profesionales sino como ciudadanos. La sensibilización masiva por la denuncia del crimen en eventos como este, es tan reparador y terapéutico como el empeño de nuestra clínica. Tarea de largo aliento, quizás interminable. Recuérdese como la pequeña primera edición de la “Especie Humana” de Robert Antelme insumió más de una década en agotarse, para luego trocarse en una lectura ineludible. Las leyes de impunidad y punto final sofocaron la memoria pública durante décadas en América Latina. Hubo largos años en que sólo unos pocos abordábamos estos temas y el gemido de las víctimas era tratado en la ajenidad, cuando no con burla y con odio por la mayoría bienpensante. Hoy, un pujante movimiento de derechos humanos, de justicia y condena a los crímenes de lesa humanidad recorre el continente y el planeta y se ha institucionalizado en la Convención Internacional por la abolición de la Tortura, y el Tribunal de La Haya para crímenes de lesa humanidad, con la excepción de Bush y sus secuaces.
Todos sabemos la importancia y los límites de este tipo de instituciones, como asimismo el de la masa anónima militante que llamamos opinión pública mundial. Quiero terminar con la moraleja ya sabida de que el horror del trauma crece en la oscuridad del secreto y la impunidad y declina cuando asumimos la responsabilidad y el riesgo de su denuncia aún con el estremecimiento del escándalo y la impudicia. Termino con el epígrafe del libro de mi amigo Daniel Gil “El terror y la tortura”, donde evoca un proverbio chino: “Hay temas que no le gustan a nadie. A mi tampoco”
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RESUMEN
Descriptores:
SUMMARY
Keywords:
BIBLIOGRAFIA
ALTOUNIAN, J. Les chemins d’arménie. Paris, Les Belles Lettres, 1990.
ANTELME, R. La especie humana. Montevideo, Trilce, 1996.
GÓMEZ MANGO, E. El llamado de los desaparecidos: sobre la poesía de Juan Gelman. Montevideo, Cal y Canto, 2004.
KERTÉSZ, I. Un instante de silencio en el paredón: el holocausto como cultura. Barcelona, Herder, 1998.
LEVI, P. Si esto es un hombre. Buenos Aires, Editor, 1988.
PUGET, J. y KAËS, R. (Comps.). Violence d’état et psychanalyse. París, Dunod, 1989.
————————————— Violencia de estado y psicoanálisis. Buenos Aires, Lumen, 2006.
SEMPRÚN, J. La escritura o la vida. Barcelona, Tusquets, 2002.
STEINBERG, P. Chroniques d’ailleurs. París, Ramsay, 1996.
Traumatismes et ruptures: colloque international Conseil des eglises du
Moyen Orient, Beyrouth, Conseil des eglises du Moyen Orient, 2003.
[1] Miembro Titular de APU. J Nuñez 2946 Tel 2711 7426
e−mail : marvin@belvil.net
[2] Es difícil precisar –a riego de omisiones- la lista de autores que nos ayudaron a comprender que esta distinción entre medicalización e inscripción en la cultura es divorcio de aguas que lleva a secuencias e itinerarios diferentes. Tanto colegas como autores de la literatura concentracionaria, europeos y latinoamericanos. Pero hablando en París no puedo dejar de dar relieve y testimonio de reconocimiento a los trabajos de Janine Altounian.
[3] Gómez Mango, E. El llamado de los desaparecidos: sobre la poesía de Juan Gelman. Montevideo, Cal y Canto, 2004.
[4] Ibid.
[5] Tomado del libro « Traumatismes et Ruptures: Colloque International conseil des eglises du Moyen orient », C.H. Universitaire Beyrouth, Liban
[6] Conferencia de KERTÉSZ, IMRE “Patria, Hogar, País”